Intimate Frida

Una tradición arraigada en la mitología del romanticismo y su concepción del artista como héroe cultural querría creer que todo lo que pertenece a la vida de un genio debe llevar la marca de lo sublime. Todo en su vida —gestos, decisiones, rasgos de personalidad, excentricidades, hasta los errores más disonantes— se transforma así en sustancia estética. Querríamos que sus vidas fueran obras maestras, una perfecta coherencia y continuidad entre la obra y su creador. Roland Barthes ha criticado esta concepción como una aberración básicamente burguesa: el realismo perenne de la cultura burguesa, su necesidad de identificar el significado con el significante. Y luego aprendemos sobre la dimensión humana real de estos héroes: su mezquindad, narcisismo, avaricia, arbitrariedad e infantilismo, todo lo cual no es más que su especificidad humana. Estamos escandalizados; ya sea la obra o la figura miente. Una pintura armoniosa, una novela o una sinfonía magistral no pueden ser producto de una persona capaz de tal pequeñez espiritual. Entonces nos quedamos con dos opciones: descartar la obra como una expresión esencialmente pocrítica, o descalificar al creador como el autor accidental de alguna obra que resultó ser maravillosa pero que fue simplemente en virtud de una gran habilidad, no apoyada por una igualmente admirable calidad humana.